(Carta a Goethe, 1815)
«La filosofía es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un
sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes;
es solitario, y cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien
por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con
perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve.
A
menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle
allá en lo profundo: entonces, el vértigo se apoderará de él
amenazándole con arrastrarle hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es
necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas
de los pies. A cambio pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista
se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecerán
igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el
orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre
inmerso en el puro frío aire alpino y podrá saludar al sol cuando a sus
pies aún se extienda la noche oscura.
Existe un consuelo, una
esperanza segura, y ésta la experimentamos por medio del sentimiento
moral. Si nos habla claramente, si surge en nuestro interior con tanta
fuerza un móvil que nos anima a la acción dirigida hacia lo más grande;
si a ese sentimiento estamos dispuestos a sacrificar incluso nuestro
bienestar aparente y externo, entonces intuimos con facilidad que
nuestro bien es de otro tiempo, un bien con respecto al cual de nada
sirven todas las razones mundanas; advertimos que nuestro severo deber
apunta a una felicidad más elevada de la que él es mensajero; que la voz
que oímos en tinieblas proviene de un lugar iluminado.
Pero ninguna
promesa concede fuerza al mandamiento de Dios; antes bien, es su
mandamiento en vez de la promesa… Este mundo es el reino de la
arbitrariedad y del error; de ahí que sólo debamos aspirar a lo que no
nos es robado por la arbitrariedad, y sólo afirmar y actuar según
aquello en lo que no cabe la posibilidad de error alguno».
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